21.11.06

Aguafuertes anatómicas


Anatomía y piquetes
Este texto fue escrito en el año 2002, en momentos de duros ataques del gobierno de Duhalde contra el movimiento piquetero, que tuvieron su punto culminante en el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en la estación Avellaneda.

El anatomista y poeta Avelino de Oviedo observa la realidad bajo su lupa de diez aumentos. Se trata –como todo lo visible– de una realidad descuartizada, fragmentada de modo anárquico. De Oviedo mira a través de esa lente no lo que hay, sino lo que hará. Disecar es una tarea zen –dice para sí–, como cualquier tarea que se realice concentradamente.
Sobre la mesa –de una pulcritud literaria– se dispone el instrumental, brillante sobre fondo mate. Las piezas que podrían representar un peligro potencial de heridas, a la izquierda; el resto, a la derecha. Avelino de Oviedo es minucioso, detallista; es decir que ejercita el sentido de la visión. La lente, salvo en el centro, deforma la imagen, y el anatomista y poeta conoce los resultados de la ilusión.
¿Pero de qué realidad se trata? ¿Qué es lo disecable, en todo caso, y qué conviene dejar intacto? En definitiva, ¿qué resguardar y qué cortar? El anatomista se enfrenta a este dilema cotidianamente, pero para él ya ha dejado de ser un dilema: existe un protocolo para las aponeurosis, uno para los paquetes vasculonerviosos, y así.
El poeta que hay en el anatomista se pregunta si esta es toda la realidad, si es posible ver toda la realidad de un golpe de vista y, finalmente, si existe toda la realidad. Por el momento, Avelino de Oviedo está quieto y, por primera vez en muchos años, no se decide a empezar o, si esto fuera posible, no sabe cómo.
Recurre, entonces, a su arsenal poético: piensa en el modo como se cortan los versos. Allí el problema se le agrava: ¿verso medido o verso libre?; si es medido, ¿qué cantidad de sílabas?; si es libre, ¿qué ritmo, dónde respirar?
Las encrucijadas le resultan fastidiosas: Avelino de Oviedo es un hombre expeditivo, es decir: seguro de sí. Pero ahora teme: ¿qué resguardar, qué cortar? Él, que es un gran lector, no puede leer esa realidad que ya se ofrece descuartizada, fragmentada. Bajo su lupa se enfrenta al detalle de una totalidad que no es capaz de percibir.
Hace unos días leyó en un matutino de gran tirada una nota sobre los cortes de rutas. Como es un hombre de gabinete, lo sorprenden las manifestaciones masivas; lo sorprenden y, de algún modo, lo fascinan. Pero esta vez su fascinación fue más allá: lo sedujo la idea de que gente desocupada hubiera podido unirse en la lucha. Sintió latir en esa fuerza el germen de la organización. Comprendió –si es que se puede comprender algo– que, si bien la totalidad es impensable, no es impensable la mayoría.
El anatomista y poeta Avelino de Oviedo experimentó una piloerección. Ahora estaba claro el sentido de su pregunta: ¿dónde cortar, qué resguardar? El empírico –como gustaba autodefinirse– recogió el instrumental y lo dispuso ordenadamente en sus respectivas cajas. Luego apagó las luces y salió a la calle. Estaba inestable. Él también.

8.11.06

Irala, sueño de amor y de conquista



Estos poemas pertenecen al trabajo poético-musical Irala, sueño de amor y de conquista. La obra está estructurada con canciones, poemas y cartas. La música es del compositor Raúl Mileo.

Partida
(Del deseo de infancia que el abandono de la tierra amada provoca en el viajero)

Por el amor de Dios
que cruza el mar conmigo
he dejado la patria:
ríos, praderas,
árboles amados,
como si fuera un sueño.

Nada, sin embargo, duele,
sino la sal en los ojos,
el día que se alarga bajo el sol,
la noche oscura.

He dejado la patria.
Más allá de la tierra,
el agua, el cielo combaten dentro mío
como letra muerta.

Por el amor de Dios
que duele como un fuego,
praderas, ríos,
árboles amados
a la deriva van
y sin consuelo.


Plegaria épica

(De cómo llorar y rezar puede ser cosa de hombres)

Casi amanece.
Urge llegar.
Detrás
de la aurora demorada
crece el rumor de las espadas.
Un soldado pide a Dios valor.
Se oye llorar. Desenvainar.
Cantar
como trompetas
cornos del cielo iluminado por los gritos.
Clamor de los que piden
sus trofeos de sangre.
Se oye llorar. Desenvainar.
Bajo la declarada claridad
crece el rumor de las espadas.
Urge llegar.
Pedirle a Dios valor.


Muerte del guerrero

(De cómo la muerte de un soldado se parece a la muerte de cualquiera)

No respira.
El aire no se mueve.
Ni las hojas se mecen
al soplo de su boca.
No respira ni deja
su aliento sobre el vidrio.
Ni los ojos se mueven
en el cielo clavados.
No deja la noche de caer
sobre sus hombros.
No respira. Ya
no dejará de haberse ido.


Venganza

(De los sentimientos que producen en el hombre una perseverancia animal)

Rocío de beber.
Y nada más.
Que ayune el cielo hasta dar con ellos.
Cortar.
Dejar la selva llana y encontrarlos.
Y volver a cortar.
Pero esta vez cabezas.
Y luego sí:
los ríos que a la boca vengan beberlos
y comer lo de ayer
lo de hoy
lo de mañana.
Por ahora los ojos en la maleza.
Sólo cortar.
Y dar con ellos.


Irala sueña que sueña

(Del temor que la muerte da al sentido*)

Una mano
cortada por una espada
alza una copa de vino.
Domingo Martínez de Irala
bebe la luna sangrienta.
Su placer no es el fuego
que los astros encienden en su boca.
Adormecido por el dulce veneno
Irala sueña.
Fuego. Las chozas
son pupilas ardiendo.
La luna ensilla su potro y baja
sobre la ira de sus cascos.
Una mujer besa el anillo de una mano cortada.
Ha muerto el rey.
Las llamas iluminan el histórico convento.
El pueblo celebra en la plaza de armas
no la caída
sino la ebriedad.
Hace un frío eterno.
Domingo Martínez de Irala
enciende su lámpara de infancia y
penetra en la batalla.


*Verso del poeta catalán Ausias March (CXII, 221, Obra poética, Alfaguara, Madrid, 1978. Traducción de Pere Gimferrer)


Lo que no fue

(Del destierro que viene con la falta de amor)

Los años no han pasado.
Cayeron.
Ni la mano de Dios
ni el garrotazo
que la selva se empeña en ofrecerme.

Tu rostro no está claro.
Pero los hilos de tu enagua amanecen
atándome a la sombra de mis carros.

Ni dolor.
Ni premura.
Historias enhebradas en tus ojos
que no hablarán de ti.
Mi tierra descubierta
habrá sido tu olvido.

Ni una hebra de España me une a ti
ni a mí
amada mía.


Irala medita frente al mar

(De la pasión que provoca el amor fugitivo)

Oscura como Dios es esta noche
más alta y más profunda por umbría.
Un gran temor que hace desear el día.
Un trueno que maldice su derroche.

Me asfixia como un puño su alegría
de negro mar y soledad ansiosa,
y crece de su vientre, poderosa,
la mitad que completo con la mía.

Nada me dice, nada le respondo.
Es de silencio el lazo que nos ata
a un abismo a la vez crecido y hondo.

Los dos como de hielo y en las olas
nunca seremos el fuego enamorado

que nos disuelva como un agua sola.

3.11.06

Mujeres


Tomó la hostia
con la punta de la lengua
y la empujó adentro de la boca.
Frescura
le daba el deshacerse
del cuerpo santo
y honda garganta
la mística luna.
Bajó la cabeza
y entre todos
caminó por la nave central.
El órgano en el aire
celebraba
su cálida epopeya.


El placer
le llegaba de a poco:
páginas de un libro
de vértigo y espejo
de volcán arrasado.
Tejía
con sus dedos el vello
de los labios
y hendía
en el fluir las uñas
de los lobos.
Nutrias
de su amor espeso
líquidas
armas derramadas.
De fiesta giraban
sus ojos de Arabia
planetas en la luz
de sus constelaciones.


Ella
orquesta
en su plaza pública
prepara las banderas
de una guerra mayor.
En la acción deja perlas
esquirlas de su boca de cañón.
Incendios –dice–
agua seca en movimiento.
Pero discrepa con el fuego en el amor:
espera.
Sonríe como mármol
pero muerde
como una estrella herida.


Ella
la chispa
la burbuja de sidra
y poco más:
el corcho que se deja humedecer
la boca
que cede al goce de los estallidos
mínimos.


Ella corta tallos de culebras.
Los perfuma de rocío.
Las gotitas
prendidas de las escamas
son palabras presurosas de su boca.
Ata los prolijos ramilletes
de un verde crepuscular
y los vende
en los puestos de flores de la feria.
Toca la flauta y es
encantadora.


Ella imita la noche
con su abanico negro
su boca de guiñol
y su coñac.
La brisa del abanico acaricia
el valle que separa sus pechos pequeños
y agita la mínima pollera
que sus caderas hinchan
como un viento voraz.
Loa hombres, al verla
recuerdan las noches de calores precoces
los veranos
de los sueños indignos.


Con la yema de un dedo
rozó
la pulpa de un higo
y se sintió brotar.
La yema dejó
que deslizara
sobre una copa de fina melodía.
La superficie del vino
vibró.
Crecía sutilmente
el lujo de la mano
crispada en la penumbra.


Besó
hacia un lado la boca y echó
la sombra dentro.
Frutal
como una lámpara
de labios entreabiertos.
Entregada al goce de temer.

No es ella quien jadea:
es su ventrílocuo.



Estos poemas pertenecen al libro Mujeres, Ediciones en Danza, 2005.