21.1.07

Acuarelas argentinas


Cocina

Cocinar es operar una magia homeopática. En el corte, la manera de cocción, la especiería, los alimentos toman la forma y el color de los deseos. El cocinero es un brujo gozoso. Lo que luego será bioquímica intestinal, antes que nada es alquimia espiritual. La papa se transforma en bastoncillos para ser freída. Pasa de blanco a dorado. Cetro de rey deshecho en la boca. La boca reina. Devora el atributo. Lo transforma en materia viva de sus sueños. El que come es un lector del que cocina. Un trozo de tomate humedeciendo unos labios pone en boca del lector la fantasía del artista. El lector interpreta el deseo de su chef. Demasiado salado, demasiado dulce, demasiado verde o demasiado rojo es haber denunciado una pasión. La mueca del que come es un espejo que pone al cocinero en descubierto.

Ciruelas, duraznos, melones maduros, sandías anarquistas, manzanas, uvas, bananas en la flor de su misterio, cerezas moradas como un edema bíblico, peras, mangos, ananás. El color es una avispa pesada. Es arte escenográfico una frutera. Pictórico. Astral. Dodecafónico. El frutero es un artista de olores. El color se come con los ojos. Cualquier apariencia de realidad es una envidia. Vestirse como una frutería es acostarse con una modista.

Mágicamente, el espíritu se abre hacia el oído de su vista. Imágenes que son sonidos que son cosas que ya son otras con sus ojos y orejas. ¿Son caras las cosas? Economía del gesto. Saluda el ala de un sombrero, pero es un hongo bajo un árbol que es un pubis de mujer. Imágenes: palabras a la velocidad del pensamiento. El artista cocina sentido en su tinta.

Amor, placer y otros disturbios


El amor es un creador de abismos. Sobre las aguas mansas, las hojas ígneas de la pasión. Contradicciones: dos que son uno en el acto de volver a ser dos en el sueño. Vértigo, no tranquilidad: terrores primitivos. Laberintos que dan a laberintos donde esperan los monstruos del espejo.
Te doy mi corazón: espero el tuyo. Mi aliento en tu aliento se confunde: unísono que respira con dos bocas. Te absorbo: me das vida. Me absorbes: toda la eternidad en un instante. El que dice siempre dice ahora.

Un mullido sofá en medio del Sahara: ¿es eso el hedonismo? La cultura invadiendo la naturaleza para que la naturaleza no invada la cultura. Plantitas en las grietas de las paredes es abandono. La supervivencia humana depende de albañiles. ¿El hedonismo es un gesto de seducción hacia lo natural? En el origen de los tiempos, un hombre y una mujer se aman sobre la hierba. Sudarios en la vegetación. Después camas, doseles, cortinados. Imaginación. Se ve el río detrás de una ventana. El río ya es placer. Se trueca sed por deseo. Lo que se ha de beber ya está en los ojos.

No como un inicio, sino como una floración de lo premeditado, comienza un texto. Alteración del tiempo, no se sabe cuándo comenzó a hablar. Enfermedad eruptiva, fue incubado. Eternidad, aparece como un continuo sensitivo. Ha sido cuerpo: se ha incorporado. Se ha hecho verbo: encarnación. El texto dice no lo que sabe, ni siquiera aquello de lo que duda, sino un temblor. Los dedos del que escribe se mueven al ritmo de un temblor que se exterioriza. El texto es superficie de una profundidad.

El temblor, en la risa, se musicaliza. Los espacios entre las distintas voces de una risa son espacios musicales (musculares). De blancas, negras, corcheas, determinan la velocidad a la que uno ríe en un momento dado. Son frecuencia: sintonizan. Si se pudieran tocar como las teclas de un piano, las voces de la risa darían el acorde de una esfera: la de la boca.

Entrever un cuerpo desnudo a través de un vidrio difuso, de una cortina. La sensualidad es un teatro de sombras. Tocar un cuerpo es tocar una imagen. Una sombra que viste un cuerpo, pintada de desnudo. El que toca cree. La fe es la materia de lo invisible.

Creer en las serpientes predispone a la hipnosis. Animales de agua, magníficas emanaciones orientales. La clase media descree de las serpientes: las llama víboras. Y la hipnotizan los gorilas.

La pared se cubre de humedad y los hongos pintan un fresco paleolítico.

Las velas de los barcos son alas. Los barcos vuelan sobre el agua. Los barcos hundidos sueñan con pájaros pesados, después de la lluvia.

Se observa en las libélulas –en las mariposas, en los murciélagos– un vuelo electroencefalogramático. Parece paranoia del aire. ¿Nadie ha visto el dibujo? ¿Las letras de un alfabeto arcano? Ocultos son los dioses, pero no sus signos. La claridad, que no existe, es.

¿Por qué la lluvia cae en gotas? ¿Por qué no en chorros? Repartir: ¿armonizar? ¿Existe un socialismo natural? El agua se entrega en intervalos regulares. Es ritmo. La lluvia cae en gotas para producir cuadros, música.

Para mejor enamorarse, champán. La elegancia conviene al amor. Burbujas: aire en el agua. Amar es un vuelo submarino.

Seppuku es una técnica amatoria. Morir de amor por uno mismo. El samurai se entrega a la muerte penetrado por su acero. Desaparece para ser. Quien lo asiste corta la cabeza vengadora. Se tiñe de una sangre fiel. Seppuku es pasión por el filo. Una técnica de encuentro con el límite.

Temer a la muerte es temer a los minerales. La descomposición nos pone frente a nuestros elementos. El átomo es movimiento. ¿Pero todo movimiento es vida? ¿Es otra vida ser mineral? Brilla una piedra en el agua. El agua se transforma. El que mira una piedra en el agua ve su propia luz.

La luz, por así decirlo, no es: fue –dijo Kepler. Lúcido anticipo de la relatividad en una época de formas oscuras. La forma es un pasado que irradia. Futuro es luz. El tiempo está hecho de lo que ya no es.

La orilla del mar es un camino de cornisa. El que prueba ese camino lo hace guiado por una conciencia anfibia. Pies en el agua, manos en el aire. El trabajo del equilibrio resiste a la fuerza de lo voluptuoso. Seminavegación en la que insiste, también, el pichón que aprende a volar. Vértigo feliz, alejado del dramatismo del que anda o nada. Intentar el borde es alcanzar lo ambiguo. Puntadas en el agua: sastrería imaginaria. El que camina a la orilla del mar viste fantasmas.

Fuego es una forma inacabadamente real. Siendo instante, es eterno. Siendo eterno, no dura. Ni sólido ni líquido ni gaseoso. El fuego calla: hace hablar. Poniendo fuego al microscopio, se ven átomos de hipnosis.

Momentáneamente detenido, el carruaje es una pintura de época. Pero ninguna época se detiene. La modernidad es prehistoria en movimiento.

Es posible que toda obsesión sea un juguete roto. Muñecas que han perdido la cabeza, autitos sin ruedas, estructuras de oxidados engranajes, soldaditos partidos en el centro de su gravedad, conforman un paisaje de ausencia. Mendigos de madera, de cartón, de plástico, de lata, nos piden su limosna de recuerdo. Pero hemos faltado a la cita. No por desidia, sino por soledad: avidez de lo nuevo. El tedio es la obsesión de todo olvido. Y el juguete, la máscara del tedio. Si la patria es la infancia, todo niño es un punto de fuga, un exiliado en potencia.

Huir es dignidad de viento. Tocar y ya dejar de tocar para tocar otra cosa. Trocar. Mutación indefinida. Desencadenar es la cadena del misterio. Nada se sabe: algo sucederá. Esperar es inventar un mundo. Pero esperar huyendo es inventarse a uno mismo. El viento es un deseo de cuerpo. Y viceversa.

El centro es una especie de mesianismo físico. Ya que, por ahora, todo es entropía, se supone que todo regresará a su centro. Ciclos. O energía que termina –irremediablemente– haciéndose estallar. Materia en contradicción: lenguaje. El centro es un punto donde desaparece la palabra. Silencio incorpóreo. Ondas que han dejado de sonar, pero se mueven y dibujan. ¿En el centro solamente se ve? Unos ojos, que no son ojos, pero son claros, están viendo una música, que no es música, pero se oye.

Decir desierto es faltar en algún sitio. La aridez –espíritu vacilante– tarda en entrar en los ojos. El que solamente ve dunas no percibe las huellas del escarabajo arenero. Ni la piedra que respira y es lagarto. Decir desierto es tener la vista cansada.

Entregarse al amor como quien posa para un grabador japonés. Ser un erotómano: mirar las cosas como si estuvieran desnudas.

El vidrio no es tan frágil como se cree. Mejor dicho: el vidrio sólo es frágil si está entero.

Amor y mar son sumergidos. El amor aflora como espuma y desciende como peces. El mar es vidrio líquido: quema. Heridas del amor son fuego espeso. Caricias son del mar la sal feliz. El que ama es un buzo que el mar empuja a la superficie. El mar es profundo cuando el amor se acaba.

Un destructor nuclear surca las aguas del océano Pacífico.

Feriados trabajados y faltas sin aviso: acuarelas argentinas.

La máscara se hace de sus sombras. La ceja prominente, la nariz pronunciada. Una boca que proyecta sus alas hacia adentro. Hay un hueco en los ojos que se llena con ojos. Orejas no tiene: ya viene oída. Cualquier vacilación en la sombra es obra del artista.

Hay sol. Brillan los colores de las cosas. La luz del sábado descubre tucanes.


Inmigrantes


Un hombre aborda un barco. Llora. Saluda con un pañuelo. La imagen que ve está deformada por el agua: las lágrimas, el mar. La imagen se deforma para recordar sin la compulsión de lo nítido. El que llora no recordará un cuadro: pintará otros. Creará un recuerdo a imagen y semejanza de sus futuras desgracias y alegrías.
Una mujer aborda un barco con su hijo en brazos. Ríe, orgullosa. Lleva en sus brazos una raíz para plantarse en otra tierra.

Emigrar es un viento. Algo, material e inmaterial a la vez, empuja. No se sabe cómo –fuegos interiores, intemperies extremas– quedamos a merced del mar, de sus monólogos. Como un gran dios en la plenitud de su potencia, el mar nos otorga el calvario, la salvación. La tierra prometida es tierra promiscua.

El que emigra pierde su lengua: es un deslenguado. O mudo o, como un chamán, hablando en lenguas, el emigrado es un niño: balbucea. “Deseoso es aquel que huye de su madre” –dijo Lezama. Pero el que emigra trabaja. Se abraza a la tierra como a su amante. Deseo del inmigrante: darle un hijo a la tierra.

El inmigrante llega con una mano atrás y otra adelante. La mano que amasó el pasado, la que labra el porvenir. El presente es manco, mutilado. En un continuo religioso, el inmigrante venera a su madre, se mata por su hijo. El sacrificio hace correr la sangre de la herencia. Riega la tierra virgen: es tradición. Se desgarra de la antigua: es ruptura.

Dos trabajadores aran, cultivan, martillan, inventan, bombean, atornillan. Se aman. Son, como Quevedo, polvo enamorado: se abrazan a la tierra que algún día serán.

Se esperan cartas. Oír la voz del ser amado. Ver su mano trazando la palabra insegura, amorosa, quebrada. Renovada en el amor, siempre la misma. Se espera ser amado, recordado, esperado. Se espera demasiado. La carta que llega no es para el que la recibe, sino para el que la esperaba.

El tiempo maneja un organito. El tiempo lleva al hombro una cotorra que dice: “Serás feliz, serás desdichado”. El tiempo es una música que, al repetirse, es otra. Un barco y el agua son tiempo. Una cuerda los ata. Al final de la cuerda hay un hombre que pinta un paisaje sin retorno.

Un abuelo italiano no habla: come. Una nieta argentina no escucha: mira comer. El espacio que hay entre los dos es una relación carnal. Los une la comida: se devoran. La niña llena una jarra: saciando al abuelo, se sacia. Paradójicamente, el hombre es un hueco, y la mujer un impulso que empuja y lo llena.

Verás a tu mujer: será un viento. Verás a tu hijo: será un viento. Amarás apasionadamente: cantarás una romanza italiana. Viento el temor; las alegrías, viento. Viento los ojos, la boca, todo el cuerpo. Tu casa será viento. Habitarás el aire. Serás el aire que mueve las tormentas. Una página escrita por un pájaro que cruza tu ventana. Todos somos inmigrantes. Creyendo o no creyendo en otra vida, marchamos hacia ella con una fe física.

De libros y otros asuntos estéticos


Matisse anota, en sus Reflexiones sobre el arte, que las articulaciones de los miembros en una escultura deben mostrar que están en condiciones de sostener el peso del cuerpo. Estética de la armonía, el arte de Matisse descree de los tullidos, mutilados, discapacitados. Lo monstruoso en cualquiera de sus formas queda de este modo vedado a la imaginación y a las especulaciones de la estética. Otros nombres ilustres –Brueghel, Bosch– contradicen la reflexión del maestro francés. El modelo no sería, para ellos, el fin de la representación, sino la materia que debe trabajarse.

Una de las comprobaciones más palpables en nuestra vida cotidiana se resume en esta frase de fray Luis de Granada: “La humedad es la madre de la corrupción”. El infierno católico –se sabe– es elocuente en ardores. Llamas eternas laceran la carne húmeda. La corrupción se castiga con castidad. Trágico destino del agua: ser arrojada al fuego.

En Sartor resartus, Carlyle intuye que la filosofía no es ficción suficiente. A la manera de Cervantes o de Shakespeare, interpola un tratado de filosofía dentro de una ficción mayor: la presentación y la discusión de un tratado de filosofía. Pero quien presenta y discute no es un filósofo, sino un editor. La novedad de Carlyle no es de carácter estético, sino filosófico: el que edita medita, y el que escribe acredita.

Con La inteligencia de las flores, Maeterlinck podría haberse adelantado a los partidos verdes de Europa. Pero no tiembla –más que de emoción– su florida prosa al entrever esas curiosas –e incluso astutas– organizaciones del pensamiento. El modo en que un zarcillo se toma de una viga es equiparado –sin rubor– con los más tortuosos vericuetos de la lógica. No hay duda de que a Maeterlinck lo mueve el amor. Pero un amor sin reservas, apasionado, ajeno a las corteses distancias de la discreción. No es un político, en suma, ni un ecologista. Y lo que parecía sembrar una tradición ha cosechado el vértigo de un vacío.

Marco Polo observa que, en la provincia del Catay, las doncellas, para conservar su virginidad, “cuando caminan avanzan tan despacio que no adelantan”. Esta prueba in situ –que tal vez prefigura las propiedades del hipercubo– afirma la anulación del espacio en beneficio de una existencia exclusivamente temporal. Avanzar sin adelantar prenuncia –ya en el siglo XIII– la consigna einsteiniana de avanzar retrocediendo. Marco Polo es un visionario y, como tal, suscribe la sentencia de Blake: “Los tigres de la ira son más razonables que los caballos de la cultura”.

El retrato de Dorian Gray presume un demonismo en la juventud. Gombrowicz le atribuye una belleza irresponsable, una forma “inacabada”. La lealtad no suele ser atributo de tiernos cogollos. La belleza no se realiza en la fidelidad: es nómade. La forma solamente es instantánea.

Si la esfera es la forma perfecta, quien quiera reflejarse en un espejo verá la cara del que se mira en las bolas del arbolito de Navidad. La perfección ve monstruos.

El cielo no demasiado azul, la ropa no demasiado blanca: acuarelas argentinas.